jueves, 8 de abril de 2010

La joya de Aurilas

Irviel Nazghiran, Guardián de Aurilas, férreo Paladín de la Legión de la Luz, Vengador Consagrado, Custodio de la Diosa y máximo exponente de firmeza y lealtad, jamás había dudado hasta ese preciso instante. Mientras montaba, observó de reojo la criatura más bella y dulce que nunca había tenido la fortuna de conocer. De inmediato recordó su valor, la pureza de su sangre divina, sus dones ocultos. Un leve suspiro se escapó de sus temblorosos labios.
Abandonaron el Templo del Amanecer con el mayor de los sigilos. El Guardián había ordenado una diminuta comitiva como medida de seguridad. Una doncella, un sirviente eunuco de la isla de Rura y él mismo como único defensor del más precioso tesoro que había salido jamás de Aurilas: el Resplandor del Templo.
Les aguardaba un corto viaje de dos semanas hasta el nuevo hogar. No preveía problemas y la senda estaría vigilada por cien pares de ojos discretos, pero no quiso correr riesgos: ningún distintivo ni joya a la vista que delatase su origen ni destino, los mejores corceles de la cuadra y el mejor Vengador de toda la isla, el Campeón del Amanecer.
Adelantado unos metros, montado en un imponente alazán, el fiero guerrero guiaba la comitiva, escudriñando cada sombra del estrecho sendero. Una manta de lana le protegía de la humedad nocturna y a la vez ocultaba su resplandeciente cota de malla y su inmaculada túnica blanca de Consagrado. Detrás de él la doncella, envuelta en siete velos sagrados de seda. Cerrando la comitiva el eunuco. Y delante de éste el tesoro, la Joya del Templo: la futura esposa consorte del Rey Grinantemus de Mimrael, hija de la propia Diosa del Amanecer, otorgada como sello de la alianza, por los servicios prestados en el pasado... y por los venideros.
Ninguna de las anteriores misiones le había resultado tan gravosa ni tan dolorosa. Ni siquiera aquellas en las que hubo de colocar su esforzada vida en la balanza de Amedisis, arriesgándolo todo por cumplir la voluntad de su Señora. Ni siquiera aquellas que le alejaron de su patria, de su Templo, de su linaje por años enteros, vagando en las selvas más lejanas de los Reinos Salvajes. Ninguna de ellas había provocado la desazón y desasosiego que sentía ahora, pues cumpliendo con la palabra y el honor empeñado a la causa de la Diosa, estaba haciendo posible que el mayor de sus anhelos corriese a los brazos de otro hombre. ¡Pero la Luz era sagrada! ¡No existía mayor Joya en todo Aurilas, excepción hecha de la propia Diosa! ¡Nada igualaba su dulzura ni su belleza! Así como nada igualaba su mirada triste, pues ella, Princesa del Templo del Amanecer, también comprendía lo que significaba acatar la voluntad de su madre, la Diosa.
El Custodio Nazghiran olfateó la bruma nocturna y reconoció el olor a acero ensangrentado, el olor a podredumbre, a maldad. Paladeó el presagio en la brisa y detuvo la comitiva. Tiró levemente de su manta hacia atrás y tanteó el puño de su espada, reconfortándose en su frío tacto.
Con una seña hizo adelantarse al eunuco y a la doncella, que le miraron angustiados. Sus caballos resoplaron asustados, el silencio del bosque se hizo apremiante y opresivo. A la vuelta del sendero, en la negrura más impenetrable esperaba el enemigo. Siniestros Sai, seguidores del Dios Oscuro, o tal vez sigilosos y bárbaros jinetes de las lejanas llanuras de oriente.
El eunuco imploró en silencio, mirando con sus grandes ojos al Campeón del Amanecer.
—Desenvaina tu alfanje —ordenó imperioso el Custodio mientras su diestra rozaba levemente la frente del asustado hombretón—. Vida eterna en la Luz Gloriosa espera para aquellos que derraman su sangre por la Diosa. Ahora ve y defiende nuestro Tesoro, hijo mío.
Hipnotizado por los susurros del Guardián, el corpulento eunuco desenfundó su afilado alfanje y sin asomo de miedo sujetó con fuerza las riendas de su montura e hizo que la doncella le siguiera camino adelante. Hasta que las sombras les engulleron.
El Campeón del Amanecer tiró entonces de su cubierta de lana y descubrió el puro blanco de su túnica. Reluciendo en la noche desenvainó su acero y agarrando con decisión las riendas del palafrén de la princesa musitó algo en sus enhiestas orejas. Delante, en la oscuridad, el ruido súbito de lucha estalló: gritos, entrechocar de hierros y relinchos.
Irviel picó espuelas entonces, dominando la cabriola de su semental. Tiró con fuerza de las guías del otro corcel y partieron raudos, espada en ristre, refulgiendo en blanco níveo, caballero y dama embozada. Cuatro o cinco malencarados bandidos forcejeaban con el gordo eunuco y la doncella a la vuelta del camino. Otros dos más yacían muertos en el suelo, víctimas del enorme alfanje.
Al pasar, el Custodio descargó su hoja dos veces, en sendos relámpagos que cortaron la noche, quebrando la oscuridad con el resplandor de su filo. Dos bandidos más cayeron al suelo, nivelando algo la desproporcionada lucha. Sin frenar ni parar a ayudar a los sirvientes, Irviel continuó cabalgando sin volver la cabeza. No se trataba más que de simples ladrones, afortunadamente.
El ruido y el resplandor del Campeón del Amanecer atrajeron de inmediato a dos Vengadores de la Diosa, que al ver venir a su campeón espada en mano, desenvainaron sus armas.
—Ayudadles. Limpiad el camino de escoria y escoltadles hasta el Templo —ordenó Irviel en apenas un susurro.
Los dos soldados cabalgaron hacia el cada vez más amortiguado sonido de lucha, mientras la Princesa y el Custodio se alejaban al galope.
Cada fibra de su ser anhelaba estar a solas con la Princesa, pero jamás había puesto en ello demasiadas esperanzas, sonrojándose sólo de pensarlo, deseoso de evitar encontrarse a solas con ella y salvaguardar el honor y la pureza de la Joya más preciosa de Aurilas. De no haber sido por aquel desafortunado inconveniente, que nunca debiera haber ocurrido, jamás hubiera permitido que el viaje lo realizaran ellos dos solos: los ojos más tristes del mundo guiando a los más luminosos del Templo del Amanecer.

Silenciosos días de marcha a través de bosques y montañas se sucedieron penosamente. Irviel apenas dirigió la palabra a su señora, temeroso de desatar sus desbocados sentimientos, lleno de congoja porque cada paso alejaba más sus caminos. Ella estaba destinada a ser Reina, a compartir su vida con el hombre más poderoso de los Reinos Fronterizos. Y él, miserable y compungido, destinado a velar por la vida de su Princesa, de su Reina, de su Dama; y de paso obligado a velar por la seguridad del Rey, nuevo aliado de la todopoderosa Diosa.
Con las altas torres de Mimrael ya al alcance de la vista, Irviel desmontó pesaroso y recorrió con la mirada su triste destino.
—Parco en palabras has sido en todo el viaje, Custodio Nazghiran —se lamentó la Princesa con voz cansada.
El campeón, abatido, contestó sin levantar la mirada del suelo.
—Mis labios están sellados, Dama Arásume. Mis votos me silencian.
—¿Esos votos son los que has pronunciado ante mi madre, la Diosa?
El caballero asintió en silencio, cerrando los ojos llenos de lágrimas, dejando que la brisa jugase con su inmaculada túnica, símbolo de la pureza del Templo.
—Pues os libero de ellos. Mi mayor apoyo en Mimrael no debe guardarme secretos. ¿Cómo seréis capaz de salvaguardar la Joya de Aurilas si no veis posible dirigirme la palabra? —razonó Arásume, Resplandor del Templo—. ¿No pensáis mirarme nunca?
Irviel hizo acopio de todo su valor y se giró hacia la mujer. El cabello de la princesa se ondulaba como el trigo maduro con el viento, trayendo aromas frescos. El sol, resplandeciente a su espalda, la hizo brillar en una aureola dorada, haciendo justicia a su sobrenombre.
El custodio hincó la rodilla derecha en tierra y desabrochando su cinturón ofreció su arma a la Princesa.
—Puesto que vos misma me lo ordenáis, Princesa, rompo los votos que pronuncié ante la misma Diosa. Y no sólo os hago entrega de mi acero, como se me ordenó, si no que os entregaría gustoso la vida misma si vos, mi gentil Dama, me lo pidieseis.
El caballero hizo una breve pausa, mientras Arásume, sin respiración daba un respingo ante la sinceridad del Custodio. ¿Era posible que él hubiera adivinado los secretos mejor guardados de su corazón?
—Pedidme cualquier cosa, mi Dama —continuó el Custodio—. Pedidme el sol, pedidme las estrellas y mi vida entera la consagraré a haceros feliz –Irviel estaba llegando demasiado lejos, pero el torrente de su atrevimiento ya no tenía freno—. Pedidme que os ame de por vida y a nadie más entregaré mi cuerpo o mi alma que no seáis vos. Pronunciad un deseo y yo lo cumpliré. Desead no llegar jamás a Mimrael. Deseadlo… y desapareceremos de todo reino conocido para vivir toda una vida juntos hasta que la Diosa reclame nuestras almas en su balanza cuando llegue la hora más oscura. Otorgadme sólo un roce de vuestras manos y mi corazón explotará colmado de gozo.
Durante unos segundos Irviel permaneció en la misma postura, sin osar levantar la cabeza humillada, con los ojos acuosos, rodilla en tierra. Arásume le observaba con gruesas lágrimas resbalando por sus mejillas. ¡Si ella pudiese pedirle todas esas cosas! ¡Si estuviese en su mano desear! ¡Si no fuese hija de la Diosa! ¡Si no tuviese que cumplir la voluntad de Amedisis!
Durante un segundo, uno tan sólo, deseó cumplir sus deseos y llenar de besos los labios del Campeón del Amanecer, del más fiel Guardián del Templo, del más noble y fiero Custodio de la voluntad de la Diosa. Durante un segundo.
—Irviel Nazghiran, levántate —ordenó compungida la Princesa—. Y mírame a los ojos.
El Custodio, tembloroso, se puso lentamente en pie, hasta que su cabeza quedó a la altura de la rodilla de la Princesa.
—Escúchame bien, Irviel, pues jamás podré repetir estas palabras de nuevo. Mi corazón no desearía otra cosa que pediros lo que deseáis, mi fiel Custodio —continuó Arásume con la voz quebrada—, pero este corazón no me pertenece... y jamás podréis ser correspondido.
Irviel levantó la mirada hasta las lágrimas de la princesa.
—Os prohíbo que habléis de las palabras que aquí hemos pronunciado. Con nadie, ni siquiera conmigo, nunca. Olvidadlas, deshaceros de ellas, que nunca más vuelvan a enturbiar vuestro ánimo, pues jamás tendrán respuesta. Jamás.
La princesa sollozó e inclinándose en su montura rozó los labios de su campeón levemente, en un ligero beso deseado y prohibido.
— Irviel Nazghiran, olvidadlas, os lo suplico. No podría cargar también con vuestra ruina. Olvidadlas.
Diciendo esto tiró de la rienda y giró su montura hacia la rocosa pendiente, en pos de las altas torres del palacio de Mimrael, negando sus lágrimas y sollozos a la mirada asustada de su amor imposible.
Irviel se serenó en unos minutos, recobrando el aplomo y la compostura. Montó de un salto en su semental alazán y pronunció un juramento en un amargo susurro:
—No las olvidaré como deseáis, mi Dama, las atesoraré en lo más profundo de mi alma y nadie jamás sabrá de ellas por mi boca. Pero no haré nada por cambiar lo que mi corazón siente, puesto que nada puedo contra él..
Esteban González García - 2010

miércoles, 6 de enero de 2010

Erimadar

Llegaron por la noche, con la luz de la luna.
Cuando los habitantes de Erimadar despertaron, descubrieron todo un ejército de carpas multicolores, de vistosos pabellones en los que ondeaban las exóticas insignias de los pueblos del mar de arena. Cientos de extraños animales de patas descomunales, feas caras y jorobados lomos, ramoneaban los hierbajos de los alrededores de la muralla, trabados por las patas y atados a estacas clavadas en el suelo.
Junto a este enorme despliegue llegaron los jinetes del llano ardiente, del lejano desierto. Cientos, miles de ellos, se afanaban en terminar de instalar el descomunal campamento ante la puerta principal de la ciudad fortificada.
Una multitud de ciudadanos se agolpó en lo alto de la muralla, contemplando el insólito espectáculo. La feria de primavera era el primer gran acontecimiento después de la gran guerra.
Malos tiempos habían sido los años recientes para celebraciones y festivales. Pero la guerra ya había pasado y las rutas comerciales recobraban poco a poco su constante fluir, con caravanas cada vez más numerosas provenientes de oriente, rumbo a las grandes ciudades a orillas del mar, cargadas de sedas, piedras preciosas e inimitables cerámicas.
Muncham, rey de Erimadar, había deseado en secreto la llegada del pueblo nómada del desierto cuando anunció los festivales de primavera y el gran torneo. Su aparición, el día antes del comienzo, colmó de dicha su oronda figura.
—Activarán el comercio de nuestro mercado con sus exóticos objetos — explicaba Muncham a su primer ministro.
—Robarán más de lo que comprarán.
—Y se lo gastarán en nuestras tabernas.
El primer ministro refunfuñó todavía, sin estar convencido.
—Tendremos problemas. Intentarán participar en el torneo.
El viejo Muncham sonrió, aceptando la queja de su ministro.
—Sí, es cierto. Pero esos sucios y malolientes pastores de cabras serán barridos en las primeras rondas y nos ganaremos la confianza de su caudillo.
—El festival será un caos… —insistió Frisio.
—Probablemente, pero lo soportaremos. No deseo sus apestosas mujeres ni sus escasos tesoros. Ni admiro su habilidad como jinetes de esas pestilentes y jorobadas monturas, de mal aspecto y peor genio. Pero hay una cosa que sí deseo… —el primer ministro enarcó las cejas, esperando— ellos conocen los pasos del desierto. Reviviremos antiguos acuerdos que permitirán a nuestras caravanas atravesarlo y ganar casi dos meses en cada trayecto.
Frisio hizo una mueca, resignado.
—Ordenaré duplicar la guardia de palacio.
—Y no olvides invitar al caudillo de los jinetes del desierto a la cena de esta noche…

Esa noche, un hombre de tez morena, alto y delgado, de mirada afilada, llegó a la gran cena del rey. Vestía llamativas ropas de seda multicolor. Un fajín blanco puro rodeaba su cintura y sujetaba la funda de un espadín curvo, ricamente adornado con pedrería. Calzaba unas ligeras babuchas de seda que susurraban al rozar la hierba del jardín.
Las damas de la corte cuchichearon entre risitas, sorprendidas por el extraño hombre que vestía ropas propias de mujer y olía a hierbas aromáticas y menta fresca.
—Bienvenido a Erimadar, príncipe Yursif —saludó el rey Muncham—. Me es muy grata tu presencia esta noche, aunque esperaba que acudiera tu padre.
El recién llegado inclinó cortésmente la cabeza e hizo una grácil reverencia.
—Agradezco tu hospitalidad, gran Rey. Mi padre tenía en alta estima los jardines de tu palacio y ahora entiendo el porqué. Estoy seguro de que le hubiera gustado contemplarlos una última vez… —aseguró haciendo una nueva reverencia.
—Es una mala noticia, sin duda. Tu padre fue un buen amigo y aliado de Erimadar…
Un criado ubicó al príncipe en la mesa del rey, cercano a este, entre un alto general del ejército y un gordo comerciante de minerales. Yursif sonrió amable a ambos comensales y comenzó a comer pequeños bocados de cada plato. El comerciante dio buena cuenta de lo que el hombre del desierto no comía ni bebía, ayudado por el soldado.
Tras las viandas llegó la hora del vino caliente especiado, de la cerveza espumosa y del aguardiente de caña, licores llegados en las caravanas de oriente. Los rudos hombres reían y hablaban a voces, animados por el alcohol.
Uno de los soldados, ya anciano, y borracho como un piojo, cantó una obscena canción subido al banco en el que había estado sentado. Fue coreado y acompañado en algunos compases, hasta que perdió el equilibrio y dio con sus huesos en el suelo, dando por finalizada la actuación entre la carcajada general.
—Yursif, has estado muy callado toda la velada –dijo por fin el rey—. Seguro que tienes buenas historias de carreras de camellos sobre ardientes dunas… tu padre era un narrador pródigo y elocuente.
Todas las miradas estaban pendientes del príncipe del desierto.
—Cierto. Mi padre siempre tenía en los labios la anécdota adecuada para cautivar a la audiencia —aseguró el jinete—. Siento no haber heredado ese don.
Los comensales se sintieron defraudados por tan altas expectativas como había creado el rey y que no se vieron colmadas.
—Sin embargo —añadió Yursif—, entre mi pueblo es muy admirada mi dulce voz.
Algunos soldados comenzaron a reír burlonamente.
—¡El jinete cantor!
—¡El príncipe de las flores! —gritaron otros, en alusión al emblema bordado en su túnica.
—¡Huele igual que una rosa!
—¡Y viste como una de ellas!
Yursif se volvió hacia el rey, apretando los dientes y con los ojos relampagueando. Pero este también reía.
—Esta flor es el emblema de mi tribu —señaló el príncipe, mostrando una rosa blanca bordada en su pecho
—Disculpa sus malos modales, príncipe —se excusó Muncham entre carcajadas.
—Mañana nos veremos las caras en el torneo —retó Yursif a los presentes.
—¿Vas a competir a lomos de una de tus jorobadas bestias? —preguntó burlón el general que había compartido mantel con el príncipe.
—¿Te pondrás tu armadura de seda?
—¡Cuidado no te pinches con esa espadita!
—¿Acudirás al torneo entonces? —inquirió el rey—. El vencedor puede reclamar la doncella que desee de mi reino como esposa.
Yursif endureció la mirada e hizo una leve inclinación de cabeza a modo de despedida.
—Acudiré.

La mañana amaneció fresa y clara, presagiando sol radiante y calor el resto del día. Erimadar despertó engalanada con banderolas y guirnaldas en honor de los combatientes, era el día del torneo, que, tras años de guerra, volvía a celebrarse.
El rey Muncham ocupó su puesto de honor, en un estrado, presidiendo el campo de justas. La arena, rastrillada y limpia, lucía espléndida. Al mediodía estaría llena de sangre y honor derramados, de orgullo derrotado y de gloria para el vencedor. Solo uno podía proclamarse campeón de Erimadar.
Los contendientes habían plantado sus pabellones en un lateral del campo, con sus armas y su escudo en la puerta de cada tienda. En el interior descansaban los caballeros, atendidos por sus escuderos, templando los nervios antes del combate.
En el extremo más alejado, una solitaria tienda multicolor permanecía aún vacía. Era el pabellón del príncipe de los jinetes del desierto. Yursif no tardó en llegar, a lomos de un camello gigantesco, vestido con su peculiar seda multicolor. Detrás de él, uno de sus sirvientes llevaba la brida de un nervioso caballo, negro azabache, de finas patas y larga crin, que hizo correr un murmullo de admiración entre todo el público.
El príncipe se introdujo en su pabellón, sin dirigir una sola mirada hacia sus contendientes. Tenía el tiempo justo si quería prepararse a tiempo.
Cuando la trompeta del heraldo llamó a la arena a los contendientes, Yursif surgió de su tienda enfundado en una brillante cota de malla dorada, con una sobreveste de cuero blanco, con una rosa grabada en el pecho. Su escudo, también blanco, y con el emblema de la rosa, descansaba sobre su brazo izquierdo. Al cinto portaba un largo cuchillo y un enorme alfanje, curvo y acho.
Los contendientes se presentaron ante el rey, con sus monturas de la brida. El heraldo proclamó las normas del torneo e hizo los emparejamientos. De inmediato dieron comienzo las justas.
En la primera ronda, el príncipe Yursif rompió lanzas contra un caballero muy joven, al que venció sin dificultad. En segunda ronda le tocó en suertes un soldado, un caballero ya veterano al que Yursif malhirió con su lanza en el pecho, levantando exclamaciones de los asistentes.
Pero en la siguiente ronda, cercano ya el final, le correspondió un hombretón formidable, un caballero de Erimadar recubierto de acero de la cabeza a los pies. El príncipe ya había roto todas sus lanzas, por lo que tomó su alfanje y blandiéndolo con decisión picó espuelas hacia su oponente. Justo en el momento que la lanza contraria iba a impactar contra su escudo, el hábil jinete se ladeó en su montura, y, milagrosamente sujeto, lanzó un tajo que destripó el caballo de su adversario.
Ya a pie, ambos contendientes se enfrentaron a espada, arrojando lejos el escudo. El príncipe del desierto se mostró implacable, deteniendo cada una de las embestidas del rival y devolviendo cada golpe con renovada fuerza. Al final, el contrario hubo de rendir sus armas, tumbado sobre la arena, con el pie del príncipe pisando su muñeca e imposibilitándole usar la espada. El griterío fue ensordecedor.
El caballero de la rosa había vencido.
—Permaneced tranquilo, mi rey. Ese afeminado aún no se ha topado con verdaderos guerreros —susurró en el oído de Muncham el primer ministro.
La penúltima ronda enfrentó al príncipe con el general que la noche anterior compartió su mesa. A pesar de su abultado vientre, era un magnífico y experto guerrero. Nada podía detener su pesada maza.
El príncipe esquivó los primeros golpes, mucho más ligero y ágil, sopesando las habilidades del contrario, dejando que se cansara. Un par de veces golpeó con el plano de su hoja en el trasero del general, haciendo que resoplara como un toro y que el gentío enronqueciera.
El final llegó cuando Yursif se cansó de jugar. En uno de los movimientos de su oponente, permaneció quieto, y justo cuando la maza iba a impactar en su cabeza, se ladeó y dio un tajo tremendo por debajo del peto del general. La sangre manó abundante y el hombre herido cayó al suelo, sujetándose la herida, con ojos incrédulos.
—Ríndete al príncipe de las flores o muere —gritó sin piedad alguna Yursif. Pero el general se había desvanecido.
El gentío gritaba, aclamando al caballero de la rosa.
El otro contendiente que aún permanecía en pie era uno de los hijos del rey de Erimadar, con la espada teñida en sangre y la armadura abollada por los golpes. Su dura mirada se concentró en el príncipe del desierto, buscando derribarle y acabar de una vez por todas con aquel combate.
Yursif se movió alrededor del caballero, hendiendo el aire con su alfanje, estudiando su siguiente presa. Se sabía mucho más rápido, enfundado en una malla flexible y no en una armadura rígida. Su sobreveste estaba manchada con la sangre de sus oponentes, no con la suya, aún no había recibido herida o golpe alguno.
Por fin atacaron y el acero restalló vibrante, espada con alfanje. Durante largos minutos embistieron, atacaron, retrocedieron. Hasta que en un mal paso, Yursif tropezó con alguna de las armas abandonadas en los combates y dio con su espalda en el suelo. La ventaja fue aprovechada por el caballero de Erimadar de inmediato, y lanzándose con la espada por delante… ensartó la arena con todas sus fuerzas, pues el príncipe, ágil y fresco, había hurtado su cuerpo de donde estaba y recobrándose enseguida, arrancó el yelmo de su oponente y colocó su afilado cuchillo bajo la garganta.
La multitud contuvo el aliento.
—Dime, rey de Erimadar, si soy justo vencedor del torneo —gritó sujetando con fiereza al hijo de Muncham.
El rey, disgustado por la derrota, hubo de asentir. El gentío aplaudió.
—Reclamaré ahora mi premio —anunció Yursif, aún sin apartar su acero del cuello del hijo del rey.
El silencio se hizo en la arena de justas.
—Tomaré como esposa a tu hija menor, Muncham.
—¿Mi hija? —gritó el rey—. ¿Estás loco? Solo tiene seis años.
—Es doncella aún, ¿verdad? Pues a ella elijo… aunque sí es cierto que es demasiado joven para desposarse. Así que la tomaré como invitada y vivirá en mi tienda, junto a mi pueblo, hasta que cumpla la edad conveniente para ser tomada como esposa. Entonces volveremos a Erimadar para la ceremonia.
El rey boqueaba, nervioso y sin saber qué decir. Gruesos goterones de sudor corrían por su rostro.
—Y bien, gran Rey. ¿Qué eliges? La muerte de tu hijo o la vida de tu hija… como mi esposa.
Muncham se derrumbó sobre el trono, mesándose los cabellos.
—La vida de mi hija… elijo la vida de mi hija.
—Sabia elección, gran Rey. Por el momento me llevaré a tu hijo como invitado al campamento. Cuando me entregues a la niña, te lo devolveré… además, mi padre quiere saludarte en persona y renegociar ciertos acuerdos que en el pasado dejaban pocos beneficios para mi pueblo y demasiados para el tuyo.
El rey Muncham lo comprendió todo de golpe. El astuto caudillo de los jinetes de camellos había jugado en todo momento con él. Tendría su acuerdo para atravesar el desierto, sí… pero a un precio mayor del que había calculado que merecían los pastores de cabras.

Esteban González García-2009
Relato ganador del concurso de relatos Circulo de Bardos V