Irviel Nazghiran, Guardián de Aurilas, férreo Paladín de la Legión de la Luz, Vengador Consagrado, Custodio de la Diosa y máximo exponente de firmeza y lealtad, jamás había dudado hasta ese preciso instante. Mientras montaba, observó de reojo la criatura más bella y dulce que nunca había tenido la fortuna de conocer. De inmediato recordó su valor, la pureza de su sangre divina, sus dones ocultos. Un leve suspiro se escapó de sus temblorosos labios.
Abandonaron el Templo del Amanecer con el mayor de los sigilos. El Guardián había ordenado una diminuta comitiva como medida de seguridad. Una doncella, un sirviente eunuco de la isla de Rura y él mismo como único defensor del más precioso tesoro que había salido jamás de Aurilas: el Resplandor del Templo.
Les aguardaba un corto viaje de dos semanas hasta el nuevo hogar. No preveía problemas y la senda estaría vigilada por cien pares de ojos discretos, pero no quiso correr riesgos: ningún distintivo ni joya a la vista que delatase su origen ni destino, los mejores corceles de la cuadra y el mejor Vengador de toda la isla, el Campeón del Amanecer.
Adelantado unos metros, montado en un imponente alazán, el fiero guerrero guiaba la comitiva, escudriñando cada sombra del estrecho sendero. Una manta de lana le protegía de la humedad nocturna y a la vez ocultaba su resplandeciente cota de malla y su inmaculada túnica blanca de Consagrado. Detrás de él la doncella, envuelta en siete velos sagrados de seda. Cerrando la comitiva el eunuco. Y delante de éste el tesoro, la Joya del Templo: la futura esposa consorte del Rey Grinantemus de Mimrael, hija de la propia Diosa del Amanecer, otorgada como sello de la alianza, por los servicios prestados en el pasado... y por los venideros.
Ninguna de las anteriores misiones le había resultado tan gravosa ni tan dolorosa. Ni siquiera aquellas en las que hubo de colocar su esforzada vida en la balanza de Amedisis, arriesgándolo todo por cumplir la voluntad de su Señora. Ni siquiera aquellas que le alejaron de su patria, de su Templo, de su linaje por años enteros, vagando en las selvas más lejanas de los Reinos Salvajes. Ninguna de ellas había provocado la desazón y desasosiego que sentía ahora, pues cumpliendo con la palabra y el honor empeñado a la causa de la Diosa, estaba haciendo posible que el mayor de sus anhelos corriese a los brazos de otro hombre. ¡Pero la Luz era sagrada! ¡No existía mayor Joya en todo Aurilas, excepción hecha de la propia Diosa! ¡Nada igualaba su dulzura ni su belleza! Así como nada igualaba su mirada triste, pues ella, Princesa del Templo del Amanecer, también comprendía lo que significaba acatar la voluntad de su madre, la Diosa.
El Custodio Nazghiran olfateó la bruma nocturna y reconoció el olor a acero ensangrentado, el olor a podredumbre, a maldad. Paladeó el presagio en la brisa y detuvo la comitiva. Tiró levemente de su manta hacia atrás y tanteó el puño de su espada, reconfortándose en su frío tacto.
Con una seña hizo adelantarse al eunuco y a la doncella, que le miraron angustiados. Sus caballos resoplaron asustados, el silencio del bosque se hizo apremiante y opresivo. A la vuelta del sendero, en la negrura más impenetrable esperaba el enemigo. Siniestros Sai, seguidores del Dios Oscuro, o tal vez sigilosos y bárbaros jinetes de las lejanas llanuras de oriente.
El eunuco imploró en silencio, mirando con sus grandes ojos al Campeón del Amanecer.
—Desenvaina tu alfanje —ordenó imperioso el Custodio mientras su diestra rozaba levemente la frente del asustado hombretón—. Vida eterna en la Luz Gloriosa espera para aquellos que derraman su sangre por la Diosa. Ahora ve y defiende nuestro Tesoro, hijo mío.
Hipnotizado por los susurros del Guardián, el corpulento eunuco desenfundó su afilado alfanje y sin asomo de miedo sujetó con fuerza las riendas de su montura e hizo que la doncella le siguiera camino adelante. Hasta que las sombras les engulleron.
El Campeón del Amanecer tiró entonces de su cubierta de lana y descubrió el puro blanco de su túnica. Reluciendo en la noche desenvainó su acero y agarrando con decisión las riendas del palafrén de la princesa musitó algo en sus enhiestas orejas. Delante, en la oscuridad, el ruido súbito de lucha estalló: gritos, entrechocar de hierros y relinchos.
Irviel picó espuelas entonces, dominando la cabriola de su semental. Tiró con fuerza de las guías del otro corcel y partieron raudos, espada en ristre, refulgiendo en blanco níveo, caballero y dama embozada. Cuatro o cinco malencarados bandidos forcejeaban con el gordo eunuco y la doncella a la vuelta del camino. Otros dos más yacían muertos en el suelo, víctimas del enorme alfanje.
Al pasar, el Custodio descargó su hoja dos veces, en sendos relámpagos que cortaron la noche, quebrando la oscuridad con el resplandor de su filo. Dos bandidos más cayeron al suelo, nivelando algo la desproporcionada lucha. Sin frenar ni parar a ayudar a los sirvientes, Irviel continuó cabalgando sin volver la cabeza. No se trataba más que de simples ladrones, afortunadamente.
El ruido y el resplandor del Campeón del Amanecer atrajeron de inmediato a dos Vengadores de la Diosa, que al ver venir a su campeón espada en mano, desenvainaron sus armas.
—Ayudadles. Limpiad el camino de escoria y escoltadles hasta el Templo —ordenó Irviel en apenas un susurro.
Los dos soldados cabalgaron hacia el cada vez más amortiguado sonido de lucha, mientras la Princesa y el Custodio se alejaban al galope.
Cada fibra de su ser anhelaba estar a solas con la Princesa, pero jamás había puesto en ello demasiadas esperanzas, sonrojándose sólo de pensarlo, deseoso de evitar encontrarse a solas con ella y salvaguardar el honor y la pureza de la Joya más preciosa de Aurilas. De no haber sido por aquel desafortunado inconveniente, que nunca debiera haber ocurrido, jamás hubiera permitido que el viaje lo realizaran ellos dos solos: los ojos más tristes del mundo guiando a los más luminosos del Templo del Amanecer.
Silenciosos días de marcha a través de bosques y montañas se sucedieron penosamente. Irviel apenas dirigió la palabra a su señora, temeroso de desatar sus desbocados sentimientos, lleno de congoja porque cada paso alejaba más sus caminos. Ella estaba destinada a ser Reina, a compartir su vida con el hombre más poderoso de los Reinos Fronterizos. Y él, miserable y compungido, destinado a velar por la vida de su Princesa, de su Reina, de su Dama; y de paso obligado a velar por la seguridad del Rey, nuevo aliado de la todopoderosa Diosa.
Con las altas torres de Mimrael ya al alcance de la vista, Irviel desmontó pesaroso y recorrió con la mirada su triste destino.
—Parco en palabras has sido en todo el viaje, Custodio Nazghiran —se lamentó la Princesa con voz cansada.
El campeón, abatido, contestó sin levantar la mirada del suelo.
—Mis labios están sellados, Dama Arásume. Mis votos me silencian.
—¿Esos votos son los que has pronunciado ante mi madre, la Diosa?
El caballero asintió en silencio, cerrando los ojos llenos de lágrimas, dejando que la brisa jugase con su inmaculada túnica, símbolo de la pureza del Templo.
—Pues os libero de ellos. Mi mayor apoyo en Mimrael no debe guardarme secretos. ¿Cómo seréis capaz de salvaguardar la Joya de Aurilas si no veis posible dirigirme la palabra? —razonó Arásume, Resplandor del Templo—. ¿No pensáis mirarme nunca?
Irviel hizo acopio de todo su valor y se giró hacia la mujer. El cabello de la princesa se ondulaba como el trigo maduro con el viento, trayendo aromas frescos. El sol, resplandeciente a su espalda, la hizo brillar en una aureola dorada, haciendo justicia a su sobrenombre.
El custodio hincó la rodilla derecha en tierra y desabrochando su cinturón ofreció su arma a la Princesa.
—Puesto que vos misma me lo ordenáis, Princesa, rompo los votos que pronuncié ante la misma Diosa. Y no sólo os hago entrega de mi acero, como se me ordenó, si no que os entregaría gustoso la vida misma si vos, mi gentil Dama, me lo pidieseis.
El caballero hizo una breve pausa, mientras Arásume, sin respiración daba un respingo ante la sinceridad del Custodio. ¿Era posible que él hubiera adivinado los secretos mejor guardados de su corazón?
—Pedidme cualquier cosa, mi Dama —continuó el Custodio—. Pedidme el sol, pedidme las estrellas y mi vida entera la consagraré a haceros feliz –Irviel estaba llegando demasiado lejos, pero el torrente de su atrevimiento ya no tenía freno—. Pedidme que os ame de por vida y a nadie más entregaré mi cuerpo o mi alma que no seáis vos. Pronunciad un deseo y yo lo cumpliré. Desead no llegar jamás a Mimrael. Deseadlo… y desapareceremos de todo reino conocido para vivir toda una vida juntos hasta que la Diosa reclame nuestras almas en su balanza cuando llegue la hora más oscura. Otorgadme sólo un roce de vuestras manos y mi corazón explotará colmado de gozo.
Durante unos segundos Irviel permaneció en la misma postura, sin osar levantar la cabeza humillada, con los ojos acuosos, rodilla en tierra. Arásume le observaba con gruesas lágrimas resbalando por sus mejillas. ¡Si ella pudiese pedirle todas esas cosas! ¡Si estuviese en su mano desear! ¡Si no fuese hija de la Diosa! ¡Si no tuviese que cumplir la voluntad de Amedisis!
Durante un segundo, uno tan sólo, deseó cumplir sus deseos y llenar de besos los labios del Campeón del Amanecer, del más fiel Guardián del Templo, del más noble y fiero Custodio de la voluntad de la Diosa. Durante un segundo.
—Irviel Nazghiran, levántate —ordenó compungida la Princesa—. Y mírame a los ojos.
El Custodio, tembloroso, se puso lentamente en pie, hasta que su cabeza quedó a la altura de la rodilla de la Princesa.
—Escúchame bien, Irviel, pues jamás podré repetir estas palabras de nuevo. Mi corazón no desearía otra cosa que pediros lo que deseáis, mi fiel Custodio —continuó Arásume con la voz quebrada—, pero este corazón no me pertenece... y jamás podréis ser correspondido.
Irviel levantó la mirada hasta las lágrimas de la princesa.
—Os prohíbo que habléis de las palabras que aquí hemos pronunciado. Con nadie, ni siquiera conmigo, nunca. Olvidadlas, deshaceros de ellas, que nunca más vuelvan a enturbiar vuestro ánimo, pues jamás tendrán respuesta. Jamás.
La princesa sollozó e inclinándose en su montura rozó los labios de su campeón levemente, en un ligero beso deseado y prohibido.
— Irviel Nazghiran, olvidadlas, os lo suplico. No podría cargar también con vuestra ruina. Olvidadlas.
Diciendo esto tiró de la rienda y giró su montura hacia la rocosa pendiente, en pos de las altas torres del palacio de Mimrael, negando sus lágrimas y sollozos a la mirada asustada de su amor imposible.
Irviel se serenó en unos minutos, recobrando el aplomo y la compostura. Montó de un salto en su semental alazán y pronunció un juramento en un amargo susurro:
—No las olvidaré como deseáis, mi Dama, las atesoraré en lo más profundo de mi alma y nadie jamás sabrá de ellas por mi boca. Pero no haré nada por cambiar lo que mi corazón siente, puesto que nada puedo contra él..
Abandonaron el Templo del Amanecer con el mayor de los sigilos. El Guardián había ordenado una diminuta comitiva como medida de seguridad. Una doncella, un sirviente eunuco de la isla de Rura y él mismo como único defensor del más precioso tesoro que había salido jamás de Aurilas: el Resplandor del Templo.
Les aguardaba un corto viaje de dos semanas hasta el nuevo hogar. No preveía problemas y la senda estaría vigilada por cien pares de ojos discretos, pero no quiso correr riesgos: ningún distintivo ni joya a la vista que delatase su origen ni destino, los mejores corceles de la cuadra y el mejor Vengador de toda la isla, el Campeón del Amanecer.
Adelantado unos metros, montado en un imponente alazán, el fiero guerrero guiaba la comitiva, escudriñando cada sombra del estrecho sendero. Una manta de lana le protegía de la humedad nocturna y a la vez ocultaba su resplandeciente cota de malla y su inmaculada túnica blanca de Consagrado. Detrás de él la doncella, envuelta en siete velos sagrados de seda. Cerrando la comitiva el eunuco. Y delante de éste el tesoro, la Joya del Templo: la futura esposa consorte del Rey Grinantemus de Mimrael, hija de la propia Diosa del Amanecer, otorgada como sello de la alianza, por los servicios prestados en el pasado... y por los venideros.
Ninguna de las anteriores misiones le había resultado tan gravosa ni tan dolorosa. Ni siquiera aquellas en las que hubo de colocar su esforzada vida en la balanza de Amedisis, arriesgándolo todo por cumplir la voluntad de su Señora. Ni siquiera aquellas que le alejaron de su patria, de su Templo, de su linaje por años enteros, vagando en las selvas más lejanas de los Reinos Salvajes. Ninguna de ellas había provocado la desazón y desasosiego que sentía ahora, pues cumpliendo con la palabra y el honor empeñado a la causa de la Diosa, estaba haciendo posible que el mayor de sus anhelos corriese a los brazos de otro hombre. ¡Pero la Luz era sagrada! ¡No existía mayor Joya en todo Aurilas, excepción hecha de la propia Diosa! ¡Nada igualaba su dulzura ni su belleza! Así como nada igualaba su mirada triste, pues ella, Princesa del Templo del Amanecer, también comprendía lo que significaba acatar la voluntad de su madre, la Diosa.
El Custodio Nazghiran olfateó la bruma nocturna y reconoció el olor a acero ensangrentado, el olor a podredumbre, a maldad. Paladeó el presagio en la brisa y detuvo la comitiva. Tiró levemente de su manta hacia atrás y tanteó el puño de su espada, reconfortándose en su frío tacto.
Con una seña hizo adelantarse al eunuco y a la doncella, que le miraron angustiados. Sus caballos resoplaron asustados, el silencio del bosque se hizo apremiante y opresivo. A la vuelta del sendero, en la negrura más impenetrable esperaba el enemigo. Siniestros Sai, seguidores del Dios Oscuro, o tal vez sigilosos y bárbaros jinetes de las lejanas llanuras de oriente.
El eunuco imploró en silencio, mirando con sus grandes ojos al Campeón del Amanecer.
—Desenvaina tu alfanje —ordenó imperioso el Custodio mientras su diestra rozaba levemente la frente del asustado hombretón—. Vida eterna en la Luz Gloriosa espera para aquellos que derraman su sangre por la Diosa. Ahora ve y defiende nuestro Tesoro, hijo mío.
Hipnotizado por los susurros del Guardián, el corpulento eunuco desenfundó su afilado alfanje y sin asomo de miedo sujetó con fuerza las riendas de su montura e hizo que la doncella le siguiera camino adelante. Hasta que las sombras les engulleron.
El Campeón del Amanecer tiró entonces de su cubierta de lana y descubrió el puro blanco de su túnica. Reluciendo en la noche desenvainó su acero y agarrando con decisión las riendas del palafrén de la princesa musitó algo en sus enhiestas orejas. Delante, en la oscuridad, el ruido súbito de lucha estalló: gritos, entrechocar de hierros y relinchos.
Irviel picó espuelas entonces, dominando la cabriola de su semental. Tiró con fuerza de las guías del otro corcel y partieron raudos, espada en ristre, refulgiendo en blanco níveo, caballero y dama embozada. Cuatro o cinco malencarados bandidos forcejeaban con el gordo eunuco y la doncella a la vuelta del camino. Otros dos más yacían muertos en el suelo, víctimas del enorme alfanje.
Al pasar, el Custodio descargó su hoja dos veces, en sendos relámpagos que cortaron la noche, quebrando la oscuridad con el resplandor de su filo. Dos bandidos más cayeron al suelo, nivelando algo la desproporcionada lucha. Sin frenar ni parar a ayudar a los sirvientes, Irviel continuó cabalgando sin volver la cabeza. No se trataba más que de simples ladrones, afortunadamente.
El ruido y el resplandor del Campeón del Amanecer atrajeron de inmediato a dos Vengadores de la Diosa, que al ver venir a su campeón espada en mano, desenvainaron sus armas.
—Ayudadles. Limpiad el camino de escoria y escoltadles hasta el Templo —ordenó Irviel en apenas un susurro.
Los dos soldados cabalgaron hacia el cada vez más amortiguado sonido de lucha, mientras la Princesa y el Custodio se alejaban al galope.
Cada fibra de su ser anhelaba estar a solas con la Princesa, pero jamás había puesto en ello demasiadas esperanzas, sonrojándose sólo de pensarlo, deseoso de evitar encontrarse a solas con ella y salvaguardar el honor y la pureza de la Joya más preciosa de Aurilas. De no haber sido por aquel desafortunado inconveniente, que nunca debiera haber ocurrido, jamás hubiera permitido que el viaje lo realizaran ellos dos solos: los ojos más tristes del mundo guiando a los más luminosos del Templo del Amanecer.
Silenciosos días de marcha a través de bosques y montañas se sucedieron penosamente. Irviel apenas dirigió la palabra a su señora, temeroso de desatar sus desbocados sentimientos, lleno de congoja porque cada paso alejaba más sus caminos. Ella estaba destinada a ser Reina, a compartir su vida con el hombre más poderoso de los Reinos Fronterizos. Y él, miserable y compungido, destinado a velar por la vida de su Princesa, de su Reina, de su Dama; y de paso obligado a velar por la seguridad del Rey, nuevo aliado de la todopoderosa Diosa.
Con las altas torres de Mimrael ya al alcance de la vista, Irviel desmontó pesaroso y recorrió con la mirada su triste destino.
—Parco en palabras has sido en todo el viaje, Custodio Nazghiran —se lamentó la Princesa con voz cansada.
El campeón, abatido, contestó sin levantar la mirada del suelo.
—Mis labios están sellados, Dama Arásume. Mis votos me silencian.
—¿Esos votos son los que has pronunciado ante mi madre, la Diosa?
El caballero asintió en silencio, cerrando los ojos llenos de lágrimas, dejando que la brisa jugase con su inmaculada túnica, símbolo de la pureza del Templo.
—Pues os libero de ellos. Mi mayor apoyo en Mimrael no debe guardarme secretos. ¿Cómo seréis capaz de salvaguardar la Joya de Aurilas si no veis posible dirigirme la palabra? —razonó Arásume, Resplandor del Templo—. ¿No pensáis mirarme nunca?
Irviel hizo acopio de todo su valor y se giró hacia la mujer. El cabello de la princesa se ondulaba como el trigo maduro con el viento, trayendo aromas frescos. El sol, resplandeciente a su espalda, la hizo brillar en una aureola dorada, haciendo justicia a su sobrenombre.
El custodio hincó la rodilla derecha en tierra y desabrochando su cinturón ofreció su arma a la Princesa.
—Puesto que vos misma me lo ordenáis, Princesa, rompo los votos que pronuncié ante la misma Diosa. Y no sólo os hago entrega de mi acero, como se me ordenó, si no que os entregaría gustoso la vida misma si vos, mi gentil Dama, me lo pidieseis.
El caballero hizo una breve pausa, mientras Arásume, sin respiración daba un respingo ante la sinceridad del Custodio. ¿Era posible que él hubiera adivinado los secretos mejor guardados de su corazón?
—Pedidme cualquier cosa, mi Dama —continuó el Custodio—. Pedidme el sol, pedidme las estrellas y mi vida entera la consagraré a haceros feliz –Irviel estaba llegando demasiado lejos, pero el torrente de su atrevimiento ya no tenía freno—. Pedidme que os ame de por vida y a nadie más entregaré mi cuerpo o mi alma que no seáis vos. Pronunciad un deseo y yo lo cumpliré. Desead no llegar jamás a Mimrael. Deseadlo… y desapareceremos de todo reino conocido para vivir toda una vida juntos hasta que la Diosa reclame nuestras almas en su balanza cuando llegue la hora más oscura. Otorgadme sólo un roce de vuestras manos y mi corazón explotará colmado de gozo.
Durante unos segundos Irviel permaneció en la misma postura, sin osar levantar la cabeza humillada, con los ojos acuosos, rodilla en tierra. Arásume le observaba con gruesas lágrimas resbalando por sus mejillas. ¡Si ella pudiese pedirle todas esas cosas! ¡Si estuviese en su mano desear! ¡Si no fuese hija de la Diosa! ¡Si no tuviese que cumplir la voluntad de Amedisis!
Durante un segundo, uno tan sólo, deseó cumplir sus deseos y llenar de besos los labios del Campeón del Amanecer, del más fiel Guardián del Templo, del más noble y fiero Custodio de la voluntad de la Diosa. Durante un segundo.
—Irviel Nazghiran, levántate —ordenó compungida la Princesa—. Y mírame a los ojos.
El Custodio, tembloroso, se puso lentamente en pie, hasta que su cabeza quedó a la altura de la rodilla de la Princesa.
—Escúchame bien, Irviel, pues jamás podré repetir estas palabras de nuevo. Mi corazón no desearía otra cosa que pediros lo que deseáis, mi fiel Custodio —continuó Arásume con la voz quebrada—, pero este corazón no me pertenece... y jamás podréis ser correspondido.
Irviel levantó la mirada hasta las lágrimas de la princesa.
—Os prohíbo que habléis de las palabras que aquí hemos pronunciado. Con nadie, ni siquiera conmigo, nunca. Olvidadlas, deshaceros de ellas, que nunca más vuelvan a enturbiar vuestro ánimo, pues jamás tendrán respuesta. Jamás.
La princesa sollozó e inclinándose en su montura rozó los labios de su campeón levemente, en un ligero beso deseado y prohibido.
— Irviel Nazghiran, olvidadlas, os lo suplico. No podría cargar también con vuestra ruina. Olvidadlas.
Diciendo esto tiró de la rienda y giró su montura hacia la rocosa pendiente, en pos de las altas torres del palacio de Mimrael, negando sus lágrimas y sollozos a la mirada asustada de su amor imposible.
Irviel se serenó en unos minutos, recobrando el aplomo y la compostura. Montó de un salto en su semental alazán y pronunció un juramento en un amargo susurro:
—No las olvidaré como deseáis, mi Dama, las atesoraré en lo más profundo de mi alma y nadie jamás sabrá de ellas por mi boca. Pero no haré nada por cambiar lo que mi corazón siente, puesto que nada puedo contra él..
Esteban González García - 2010