jueves, 8 de abril de 2010

La joya de Aurilas

Irviel Nazghiran, Guardián de Aurilas, férreo Paladín de la Legión de la Luz, Vengador Consagrado, Custodio de la Diosa y máximo exponente de firmeza y lealtad, jamás había dudado hasta ese preciso instante. Mientras montaba, observó de reojo la criatura más bella y dulce que nunca había tenido la fortuna de conocer. De inmediato recordó su valor, la pureza de su sangre divina, sus dones ocultos. Un leve suspiro se escapó de sus temblorosos labios.
Abandonaron el Templo del Amanecer con el mayor de los sigilos. El Guardián había ordenado una diminuta comitiva como medida de seguridad. Una doncella, un sirviente eunuco de la isla de Rura y él mismo como único defensor del más precioso tesoro que había salido jamás de Aurilas: el Resplandor del Templo.
Les aguardaba un corto viaje de dos semanas hasta el nuevo hogar. No preveía problemas y la senda estaría vigilada por cien pares de ojos discretos, pero no quiso correr riesgos: ningún distintivo ni joya a la vista que delatase su origen ni destino, los mejores corceles de la cuadra y el mejor Vengador de toda la isla, el Campeón del Amanecer.
Adelantado unos metros, montado en un imponente alazán, el fiero guerrero guiaba la comitiva, escudriñando cada sombra del estrecho sendero. Una manta de lana le protegía de la humedad nocturna y a la vez ocultaba su resplandeciente cota de malla y su inmaculada túnica blanca de Consagrado. Detrás de él la doncella, envuelta en siete velos sagrados de seda. Cerrando la comitiva el eunuco. Y delante de éste el tesoro, la Joya del Templo: la futura esposa consorte del Rey Grinantemus de Mimrael, hija de la propia Diosa del Amanecer, otorgada como sello de la alianza, por los servicios prestados en el pasado... y por los venideros.
Ninguna de las anteriores misiones le había resultado tan gravosa ni tan dolorosa. Ni siquiera aquellas en las que hubo de colocar su esforzada vida en la balanza de Amedisis, arriesgándolo todo por cumplir la voluntad de su Señora. Ni siquiera aquellas que le alejaron de su patria, de su Templo, de su linaje por años enteros, vagando en las selvas más lejanas de los Reinos Salvajes. Ninguna de ellas había provocado la desazón y desasosiego que sentía ahora, pues cumpliendo con la palabra y el honor empeñado a la causa de la Diosa, estaba haciendo posible que el mayor de sus anhelos corriese a los brazos de otro hombre. ¡Pero la Luz era sagrada! ¡No existía mayor Joya en todo Aurilas, excepción hecha de la propia Diosa! ¡Nada igualaba su dulzura ni su belleza! Así como nada igualaba su mirada triste, pues ella, Princesa del Templo del Amanecer, también comprendía lo que significaba acatar la voluntad de su madre, la Diosa.
El Custodio Nazghiran olfateó la bruma nocturna y reconoció el olor a acero ensangrentado, el olor a podredumbre, a maldad. Paladeó el presagio en la brisa y detuvo la comitiva. Tiró levemente de su manta hacia atrás y tanteó el puño de su espada, reconfortándose en su frío tacto.
Con una seña hizo adelantarse al eunuco y a la doncella, que le miraron angustiados. Sus caballos resoplaron asustados, el silencio del bosque se hizo apremiante y opresivo. A la vuelta del sendero, en la negrura más impenetrable esperaba el enemigo. Siniestros Sai, seguidores del Dios Oscuro, o tal vez sigilosos y bárbaros jinetes de las lejanas llanuras de oriente.
El eunuco imploró en silencio, mirando con sus grandes ojos al Campeón del Amanecer.
—Desenvaina tu alfanje —ordenó imperioso el Custodio mientras su diestra rozaba levemente la frente del asustado hombretón—. Vida eterna en la Luz Gloriosa espera para aquellos que derraman su sangre por la Diosa. Ahora ve y defiende nuestro Tesoro, hijo mío.
Hipnotizado por los susurros del Guardián, el corpulento eunuco desenfundó su afilado alfanje y sin asomo de miedo sujetó con fuerza las riendas de su montura e hizo que la doncella le siguiera camino adelante. Hasta que las sombras les engulleron.
El Campeón del Amanecer tiró entonces de su cubierta de lana y descubrió el puro blanco de su túnica. Reluciendo en la noche desenvainó su acero y agarrando con decisión las riendas del palafrén de la princesa musitó algo en sus enhiestas orejas. Delante, en la oscuridad, el ruido súbito de lucha estalló: gritos, entrechocar de hierros y relinchos.
Irviel picó espuelas entonces, dominando la cabriola de su semental. Tiró con fuerza de las guías del otro corcel y partieron raudos, espada en ristre, refulgiendo en blanco níveo, caballero y dama embozada. Cuatro o cinco malencarados bandidos forcejeaban con el gordo eunuco y la doncella a la vuelta del camino. Otros dos más yacían muertos en el suelo, víctimas del enorme alfanje.
Al pasar, el Custodio descargó su hoja dos veces, en sendos relámpagos que cortaron la noche, quebrando la oscuridad con el resplandor de su filo. Dos bandidos más cayeron al suelo, nivelando algo la desproporcionada lucha. Sin frenar ni parar a ayudar a los sirvientes, Irviel continuó cabalgando sin volver la cabeza. No se trataba más que de simples ladrones, afortunadamente.
El ruido y el resplandor del Campeón del Amanecer atrajeron de inmediato a dos Vengadores de la Diosa, que al ver venir a su campeón espada en mano, desenvainaron sus armas.
—Ayudadles. Limpiad el camino de escoria y escoltadles hasta el Templo —ordenó Irviel en apenas un susurro.
Los dos soldados cabalgaron hacia el cada vez más amortiguado sonido de lucha, mientras la Princesa y el Custodio se alejaban al galope.
Cada fibra de su ser anhelaba estar a solas con la Princesa, pero jamás había puesto en ello demasiadas esperanzas, sonrojándose sólo de pensarlo, deseoso de evitar encontrarse a solas con ella y salvaguardar el honor y la pureza de la Joya más preciosa de Aurilas. De no haber sido por aquel desafortunado inconveniente, que nunca debiera haber ocurrido, jamás hubiera permitido que el viaje lo realizaran ellos dos solos: los ojos más tristes del mundo guiando a los más luminosos del Templo del Amanecer.

Silenciosos días de marcha a través de bosques y montañas se sucedieron penosamente. Irviel apenas dirigió la palabra a su señora, temeroso de desatar sus desbocados sentimientos, lleno de congoja porque cada paso alejaba más sus caminos. Ella estaba destinada a ser Reina, a compartir su vida con el hombre más poderoso de los Reinos Fronterizos. Y él, miserable y compungido, destinado a velar por la vida de su Princesa, de su Reina, de su Dama; y de paso obligado a velar por la seguridad del Rey, nuevo aliado de la todopoderosa Diosa.
Con las altas torres de Mimrael ya al alcance de la vista, Irviel desmontó pesaroso y recorrió con la mirada su triste destino.
—Parco en palabras has sido en todo el viaje, Custodio Nazghiran —se lamentó la Princesa con voz cansada.
El campeón, abatido, contestó sin levantar la mirada del suelo.
—Mis labios están sellados, Dama Arásume. Mis votos me silencian.
—¿Esos votos son los que has pronunciado ante mi madre, la Diosa?
El caballero asintió en silencio, cerrando los ojos llenos de lágrimas, dejando que la brisa jugase con su inmaculada túnica, símbolo de la pureza del Templo.
—Pues os libero de ellos. Mi mayor apoyo en Mimrael no debe guardarme secretos. ¿Cómo seréis capaz de salvaguardar la Joya de Aurilas si no veis posible dirigirme la palabra? —razonó Arásume, Resplandor del Templo—. ¿No pensáis mirarme nunca?
Irviel hizo acopio de todo su valor y se giró hacia la mujer. El cabello de la princesa se ondulaba como el trigo maduro con el viento, trayendo aromas frescos. El sol, resplandeciente a su espalda, la hizo brillar en una aureola dorada, haciendo justicia a su sobrenombre.
El custodio hincó la rodilla derecha en tierra y desabrochando su cinturón ofreció su arma a la Princesa.
—Puesto que vos misma me lo ordenáis, Princesa, rompo los votos que pronuncié ante la misma Diosa. Y no sólo os hago entrega de mi acero, como se me ordenó, si no que os entregaría gustoso la vida misma si vos, mi gentil Dama, me lo pidieseis.
El caballero hizo una breve pausa, mientras Arásume, sin respiración daba un respingo ante la sinceridad del Custodio. ¿Era posible que él hubiera adivinado los secretos mejor guardados de su corazón?
—Pedidme cualquier cosa, mi Dama —continuó el Custodio—. Pedidme el sol, pedidme las estrellas y mi vida entera la consagraré a haceros feliz –Irviel estaba llegando demasiado lejos, pero el torrente de su atrevimiento ya no tenía freno—. Pedidme que os ame de por vida y a nadie más entregaré mi cuerpo o mi alma que no seáis vos. Pronunciad un deseo y yo lo cumpliré. Desead no llegar jamás a Mimrael. Deseadlo… y desapareceremos de todo reino conocido para vivir toda una vida juntos hasta que la Diosa reclame nuestras almas en su balanza cuando llegue la hora más oscura. Otorgadme sólo un roce de vuestras manos y mi corazón explotará colmado de gozo.
Durante unos segundos Irviel permaneció en la misma postura, sin osar levantar la cabeza humillada, con los ojos acuosos, rodilla en tierra. Arásume le observaba con gruesas lágrimas resbalando por sus mejillas. ¡Si ella pudiese pedirle todas esas cosas! ¡Si estuviese en su mano desear! ¡Si no fuese hija de la Diosa! ¡Si no tuviese que cumplir la voluntad de Amedisis!
Durante un segundo, uno tan sólo, deseó cumplir sus deseos y llenar de besos los labios del Campeón del Amanecer, del más fiel Guardián del Templo, del más noble y fiero Custodio de la voluntad de la Diosa. Durante un segundo.
—Irviel Nazghiran, levántate —ordenó compungida la Princesa—. Y mírame a los ojos.
El Custodio, tembloroso, se puso lentamente en pie, hasta que su cabeza quedó a la altura de la rodilla de la Princesa.
—Escúchame bien, Irviel, pues jamás podré repetir estas palabras de nuevo. Mi corazón no desearía otra cosa que pediros lo que deseáis, mi fiel Custodio —continuó Arásume con la voz quebrada—, pero este corazón no me pertenece... y jamás podréis ser correspondido.
Irviel levantó la mirada hasta las lágrimas de la princesa.
—Os prohíbo que habléis de las palabras que aquí hemos pronunciado. Con nadie, ni siquiera conmigo, nunca. Olvidadlas, deshaceros de ellas, que nunca más vuelvan a enturbiar vuestro ánimo, pues jamás tendrán respuesta. Jamás.
La princesa sollozó e inclinándose en su montura rozó los labios de su campeón levemente, en un ligero beso deseado y prohibido.
— Irviel Nazghiran, olvidadlas, os lo suplico. No podría cargar también con vuestra ruina. Olvidadlas.
Diciendo esto tiró de la rienda y giró su montura hacia la rocosa pendiente, en pos de las altas torres del palacio de Mimrael, negando sus lágrimas y sollozos a la mirada asustada de su amor imposible.
Irviel se serenó en unos minutos, recobrando el aplomo y la compostura. Montó de un salto en su semental alazán y pronunció un juramento en un amargo susurro:
—No las olvidaré como deseáis, mi Dama, las atesoraré en lo más profundo de mi alma y nadie jamás sabrá de ellas por mi boca. Pero no haré nada por cambiar lo que mi corazón siente, puesto que nada puedo contra él..
Esteban González García - 2010

miércoles, 6 de enero de 2010

Erimadar

Llegaron por la noche, con la luz de la luna.
Cuando los habitantes de Erimadar despertaron, descubrieron todo un ejército de carpas multicolores, de vistosos pabellones en los que ondeaban las exóticas insignias de los pueblos del mar de arena. Cientos de extraños animales de patas descomunales, feas caras y jorobados lomos, ramoneaban los hierbajos de los alrededores de la muralla, trabados por las patas y atados a estacas clavadas en el suelo.
Junto a este enorme despliegue llegaron los jinetes del llano ardiente, del lejano desierto. Cientos, miles de ellos, se afanaban en terminar de instalar el descomunal campamento ante la puerta principal de la ciudad fortificada.
Una multitud de ciudadanos se agolpó en lo alto de la muralla, contemplando el insólito espectáculo. La feria de primavera era el primer gran acontecimiento después de la gran guerra.
Malos tiempos habían sido los años recientes para celebraciones y festivales. Pero la guerra ya había pasado y las rutas comerciales recobraban poco a poco su constante fluir, con caravanas cada vez más numerosas provenientes de oriente, rumbo a las grandes ciudades a orillas del mar, cargadas de sedas, piedras preciosas e inimitables cerámicas.
Muncham, rey de Erimadar, había deseado en secreto la llegada del pueblo nómada del desierto cuando anunció los festivales de primavera y el gran torneo. Su aparición, el día antes del comienzo, colmó de dicha su oronda figura.
—Activarán el comercio de nuestro mercado con sus exóticos objetos — explicaba Muncham a su primer ministro.
—Robarán más de lo que comprarán.
—Y se lo gastarán en nuestras tabernas.
El primer ministro refunfuñó todavía, sin estar convencido.
—Tendremos problemas. Intentarán participar en el torneo.
El viejo Muncham sonrió, aceptando la queja de su ministro.
—Sí, es cierto. Pero esos sucios y malolientes pastores de cabras serán barridos en las primeras rondas y nos ganaremos la confianza de su caudillo.
—El festival será un caos… —insistió Frisio.
—Probablemente, pero lo soportaremos. No deseo sus apestosas mujeres ni sus escasos tesoros. Ni admiro su habilidad como jinetes de esas pestilentes y jorobadas monturas, de mal aspecto y peor genio. Pero hay una cosa que sí deseo… —el primer ministro enarcó las cejas, esperando— ellos conocen los pasos del desierto. Reviviremos antiguos acuerdos que permitirán a nuestras caravanas atravesarlo y ganar casi dos meses en cada trayecto.
Frisio hizo una mueca, resignado.
—Ordenaré duplicar la guardia de palacio.
—Y no olvides invitar al caudillo de los jinetes del desierto a la cena de esta noche…

Esa noche, un hombre de tez morena, alto y delgado, de mirada afilada, llegó a la gran cena del rey. Vestía llamativas ropas de seda multicolor. Un fajín blanco puro rodeaba su cintura y sujetaba la funda de un espadín curvo, ricamente adornado con pedrería. Calzaba unas ligeras babuchas de seda que susurraban al rozar la hierba del jardín.
Las damas de la corte cuchichearon entre risitas, sorprendidas por el extraño hombre que vestía ropas propias de mujer y olía a hierbas aromáticas y menta fresca.
—Bienvenido a Erimadar, príncipe Yursif —saludó el rey Muncham—. Me es muy grata tu presencia esta noche, aunque esperaba que acudiera tu padre.
El recién llegado inclinó cortésmente la cabeza e hizo una grácil reverencia.
—Agradezco tu hospitalidad, gran Rey. Mi padre tenía en alta estima los jardines de tu palacio y ahora entiendo el porqué. Estoy seguro de que le hubiera gustado contemplarlos una última vez… —aseguró haciendo una nueva reverencia.
—Es una mala noticia, sin duda. Tu padre fue un buen amigo y aliado de Erimadar…
Un criado ubicó al príncipe en la mesa del rey, cercano a este, entre un alto general del ejército y un gordo comerciante de minerales. Yursif sonrió amable a ambos comensales y comenzó a comer pequeños bocados de cada plato. El comerciante dio buena cuenta de lo que el hombre del desierto no comía ni bebía, ayudado por el soldado.
Tras las viandas llegó la hora del vino caliente especiado, de la cerveza espumosa y del aguardiente de caña, licores llegados en las caravanas de oriente. Los rudos hombres reían y hablaban a voces, animados por el alcohol.
Uno de los soldados, ya anciano, y borracho como un piojo, cantó una obscena canción subido al banco en el que había estado sentado. Fue coreado y acompañado en algunos compases, hasta que perdió el equilibrio y dio con sus huesos en el suelo, dando por finalizada la actuación entre la carcajada general.
—Yursif, has estado muy callado toda la velada –dijo por fin el rey—. Seguro que tienes buenas historias de carreras de camellos sobre ardientes dunas… tu padre era un narrador pródigo y elocuente.
Todas las miradas estaban pendientes del príncipe del desierto.
—Cierto. Mi padre siempre tenía en los labios la anécdota adecuada para cautivar a la audiencia —aseguró el jinete—. Siento no haber heredado ese don.
Los comensales se sintieron defraudados por tan altas expectativas como había creado el rey y que no se vieron colmadas.
—Sin embargo —añadió Yursif—, entre mi pueblo es muy admirada mi dulce voz.
Algunos soldados comenzaron a reír burlonamente.
—¡El jinete cantor!
—¡El príncipe de las flores! —gritaron otros, en alusión al emblema bordado en su túnica.
—¡Huele igual que una rosa!
—¡Y viste como una de ellas!
Yursif se volvió hacia el rey, apretando los dientes y con los ojos relampagueando. Pero este también reía.
—Esta flor es el emblema de mi tribu —señaló el príncipe, mostrando una rosa blanca bordada en su pecho
—Disculpa sus malos modales, príncipe —se excusó Muncham entre carcajadas.
—Mañana nos veremos las caras en el torneo —retó Yursif a los presentes.
—¿Vas a competir a lomos de una de tus jorobadas bestias? —preguntó burlón el general que había compartido mantel con el príncipe.
—¿Te pondrás tu armadura de seda?
—¡Cuidado no te pinches con esa espadita!
—¿Acudirás al torneo entonces? —inquirió el rey—. El vencedor puede reclamar la doncella que desee de mi reino como esposa.
Yursif endureció la mirada e hizo una leve inclinación de cabeza a modo de despedida.
—Acudiré.

La mañana amaneció fresa y clara, presagiando sol radiante y calor el resto del día. Erimadar despertó engalanada con banderolas y guirnaldas en honor de los combatientes, era el día del torneo, que, tras años de guerra, volvía a celebrarse.
El rey Muncham ocupó su puesto de honor, en un estrado, presidiendo el campo de justas. La arena, rastrillada y limpia, lucía espléndida. Al mediodía estaría llena de sangre y honor derramados, de orgullo derrotado y de gloria para el vencedor. Solo uno podía proclamarse campeón de Erimadar.
Los contendientes habían plantado sus pabellones en un lateral del campo, con sus armas y su escudo en la puerta de cada tienda. En el interior descansaban los caballeros, atendidos por sus escuderos, templando los nervios antes del combate.
En el extremo más alejado, una solitaria tienda multicolor permanecía aún vacía. Era el pabellón del príncipe de los jinetes del desierto. Yursif no tardó en llegar, a lomos de un camello gigantesco, vestido con su peculiar seda multicolor. Detrás de él, uno de sus sirvientes llevaba la brida de un nervioso caballo, negro azabache, de finas patas y larga crin, que hizo correr un murmullo de admiración entre todo el público.
El príncipe se introdujo en su pabellón, sin dirigir una sola mirada hacia sus contendientes. Tenía el tiempo justo si quería prepararse a tiempo.
Cuando la trompeta del heraldo llamó a la arena a los contendientes, Yursif surgió de su tienda enfundado en una brillante cota de malla dorada, con una sobreveste de cuero blanco, con una rosa grabada en el pecho. Su escudo, también blanco, y con el emblema de la rosa, descansaba sobre su brazo izquierdo. Al cinto portaba un largo cuchillo y un enorme alfanje, curvo y acho.
Los contendientes se presentaron ante el rey, con sus monturas de la brida. El heraldo proclamó las normas del torneo e hizo los emparejamientos. De inmediato dieron comienzo las justas.
En la primera ronda, el príncipe Yursif rompió lanzas contra un caballero muy joven, al que venció sin dificultad. En segunda ronda le tocó en suertes un soldado, un caballero ya veterano al que Yursif malhirió con su lanza en el pecho, levantando exclamaciones de los asistentes.
Pero en la siguiente ronda, cercano ya el final, le correspondió un hombretón formidable, un caballero de Erimadar recubierto de acero de la cabeza a los pies. El príncipe ya había roto todas sus lanzas, por lo que tomó su alfanje y blandiéndolo con decisión picó espuelas hacia su oponente. Justo en el momento que la lanza contraria iba a impactar contra su escudo, el hábil jinete se ladeó en su montura, y, milagrosamente sujeto, lanzó un tajo que destripó el caballo de su adversario.
Ya a pie, ambos contendientes se enfrentaron a espada, arrojando lejos el escudo. El príncipe del desierto se mostró implacable, deteniendo cada una de las embestidas del rival y devolviendo cada golpe con renovada fuerza. Al final, el contrario hubo de rendir sus armas, tumbado sobre la arena, con el pie del príncipe pisando su muñeca e imposibilitándole usar la espada. El griterío fue ensordecedor.
El caballero de la rosa había vencido.
—Permaneced tranquilo, mi rey. Ese afeminado aún no se ha topado con verdaderos guerreros —susurró en el oído de Muncham el primer ministro.
La penúltima ronda enfrentó al príncipe con el general que la noche anterior compartió su mesa. A pesar de su abultado vientre, era un magnífico y experto guerrero. Nada podía detener su pesada maza.
El príncipe esquivó los primeros golpes, mucho más ligero y ágil, sopesando las habilidades del contrario, dejando que se cansara. Un par de veces golpeó con el plano de su hoja en el trasero del general, haciendo que resoplara como un toro y que el gentío enronqueciera.
El final llegó cuando Yursif se cansó de jugar. En uno de los movimientos de su oponente, permaneció quieto, y justo cuando la maza iba a impactar en su cabeza, se ladeó y dio un tajo tremendo por debajo del peto del general. La sangre manó abundante y el hombre herido cayó al suelo, sujetándose la herida, con ojos incrédulos.
—Ríndete al príncipe de las flores o muere —gritó sin piedad alguna Yursif. Pero el general se había desvanecido.
El gentío gritaba, aclamando al caballero de la rosa.
El otro contendiente que aún permanecía en pie era uno de los hijos del rey de Erimadar, con la espada teñida en sangre y la armadura abollada por los golpes. Su dura mirada se concentró en el príncipe del desierto, buscando derribarle y acabar de una vez por todas con aquel combate.
Yursif se movió alrededor del caballero, hendiendo el aire con su alfanje, estudiando su siguiente presa. Se sabía mucho más rápido, enfundado en una malla flexible y no en una armadura rígida. Su sobreveste estaba manchada con la sangre de sus oponentes, no con la suya, aún no había recibido herida o golpe alguno.
Por fin atacaron y el acero restalló vibrante, espada con alfanje. Durante largos minutos embistieron, atacaron, retrocedieron. Hasta que en un mal paso, Yursif tropezó con alguna de las armas abandonadas en los combates y dio con su espalda en el suelo. La ventaja fue aprovechada por el caballero de Erimadar de inmediato, y lanzándose con la espada por delante… ensartó la arena con todas sus fuerzas, pues el príncipe, ágil y fresco, había hurtado su cuerpo de donde estaba y recobrándose enseguida, arrancó el yelmo de su oponente y colocó su afilado cuchillo bajo la garganta.
La multitud contuvo el aliento.
—Dime, rey de Erimadar, si soy justo vencedor del torneo —gritó sujetando con fiereza al hijo de Muncham.
El rey, disgustado por la derrota, hubo de asentir. El gentío aplaudió.
—Reclamaré ahora mi premio —anunció Yursif, aún sin apartar su acero del cuello del hijo del rey.
El silencio se hizo en la arena de justas.
—Tomaré como esposa a tu hija menor, Muncham.
—¿Mi hija? —gritó el rey—. ¿Estás loco? Solo tiene seis años.
—Es doncella aún, ¿verdad? Pues a ella elijo… aunque sí es cierto que es demasiado joven para desposarse. Así que la tomaré como invitada y vivirá en mi tienda, junto a mi pueblo, hasta que cumpla la edad conveniente para ser tomada como esposa. Entonces volveremos a Erimadar para la ceremonia.
El rey boqueaba, nervioso y sin saber qué decir. Gruesos goterones de sudor corrían por su rostro.
—Y bien, gran Rey. ¿Qué eliges? La muerte de tu hijo o la vida de tu hija… como mi esposa.
Muncham se derrumbó sobre el trono, mesándose los cabellos.
—La vida de mi hija… elijo la vida de mi hija.
—Sabia elección, gran Rey. Por el momento me llevaré a tu hijo como invitado al campamento. Cuando me entregues a la niña, te lo devolveré… además, mi padre quiere saludarte en persona y renegociar ciertos acuerdos que en el pasado dejaban pocos beneficios para mi pueblo y demasiados para el tuyo.
El rey Muncham lo comprendió todo de golpe. El astuto caudillo de los jinetes de camellos había jugado en todo momento con él. Tendría su acuerdo para atravesar el desierto, sí… pero a un precio mayor del que había calculado que merecían los pastores de cabras.

Esteban González García-2009
Relato ganador del concurso de relatos Circulo de Bardos V

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Inás, Sibila de Mesilas

He soñado, madre, he soñado. He oído el tañido alarmado de la campana llamando a la guardia. He reparado en los fuegos del campamento enemigo, en lontananza, y eran muchos, madre. He visto cerrar la muralla y elevar el puente con miedo.

He visto a los capitanes buscar órdenes, madre. He oído de su boca audaces planes. Son valientes, madre, quieren atacar por sorpresa al ejército enemigo. He presenciado cómo les daban la orden. He sentido sus corazones henchidos de orgullo y coraje, madre. He visto sus esperanzas rotas en pedazos y su sangre derramada en la batalla.

He oído llamar a las armas. He visto correr la noticia inflamando casa por casa. He contemplado los pendones, ondeando orgullosos en lo alto de las torres. He sentido la esperanza puesta en la sangre joven de nuestro gallardo ejército, madre. He visto humillada nuestra bandera, quebrado el astil y muerto el portaestandarte, pisoteado por hombres y bestias.

He visto a los mozos, madre. Ya han llegado al alcázar. Tan rubios, tan altos, tan guapos. He notado sus ojos asustados, sus caras serias. He oído sus pasos nerviosos, madre. Ninguno se echará para atrás, son todos leales. Pero he visto su muerte, madre.

He contemplado cómo visten las brillantes corazas, madre, todas con el blasón de la luz. He visto cómo se ajustan los cinturones y correas, armados de afilado acero. He visto cómo se mellan y quiebran esas armas contra el enemigo insuperable. He contemplado cómo cubrían sus cabezas con yelmos dorados, coronados con alas, con laureles o con brillantes rayos de sol, madre. He visto cómo ceñían a sus fuertes brazos guanteletes y protectores. He visto fatigados y vencidos esos fuertes brazos, madre.

He apreciado el noble y rico tejido de las sobrevestes: seda y lino, bordados de plata y oro. He admirado sus bellos blasones: sol naciente sobre lago plateado, madre. He contemplado sus finas telas cubrir la fiera dureza de las armas. He visto sus nobles ropas manchadas de su noble sangre. Y he llorado, madre.

He sentido retumbar el suelo con los firmes cascos de los más puros sementales de nuestras cuadras. He oído el agudo relincho de las bestias, desafiante y poderoso, madre. He visto sus ojos llenos de pánico al oler a la negra acudiendo en su busca. He visto a los más indomables quebrados y a los más asustadizos huir despavoridos, abandonando caballeros maltrechos. He llorado por tanta pérdida, madre.

He admirado la formación resplandeciente, madre. He disfrutado del sol radiante de sus ojos, reluciendo en su armadura. He visto a los capitanes enardecer a sus valientes, arengar a sus escuadrones, blandir la brillante espada de la justicia, madre. He visto caer a todos, madre, ensangrentados, rotos, destrozados. He llorado, madre.

He visto a nuestros capitanes solicitar la bendición del rey, madre. He notado sus ojos, fieros y seguros en combate, emocionados al oír sus breves palabras de aliento y despedida. He visto partir a la tropa hacia la noche sin final. Y he llorado, madre. He llorado.

He contemplado nuestra legión por el puente, atravesando la muralla. He visto flores y besos, miradas de despedida, tequieros susurrados al paso de la columna, madre. He visto partir hacia la más negra desesperanza a nuestros mejores muchachos. Y he llorado porque sólo yo lo sabía, madre.

He visto cabalgar orgullosos a nuestros hombres, blandir fieros las lanzas contra la insuperable. He visto caer uno tras otro, rota su arma, rota su vida, madre. He visto las negras flechas de la traición emboscar nuestro ejército. He visto a la muerte cara a cara, madre.

He visto madres, esposas, hijas y hermanas plañir destrozadas. He oído a niños y viejos maldecir en todas las lenguas. He sentido dolor y desesperanza, madre. He respirado rabia, desaliento y frustración. He llorado el dolor de mil madres, madre. He contemplado a todo nuestro ejército aniquilado por una traición. Y he llorado, porque sólo el delator y yo lo sabíamos.

Ya no quiero dormir más, madre. Sólo llorar por las mujeres y por la terrible pérdida que he visto. Sólo sufrir cada gota de desesperación en mi propia alma. Sólo hundir la cabeza en tu pecho y llorar, madre. Yo lo he visto todo.

Ya no quiero dormir más, madre. Ahora debo llorar yo también: he visto al traidor en mi sueño. Y ahora soy yo quien sufre el dolor y la desesperanza, madre. He seguido sus arteros pasos hasta el enemigo y he oído cómo revelaba la intención de nuestro ejército, madre. He caminado tras el traidor hasta la ciudad y he contemplado sus asustados pasos hasta nuestra casa. Te he visto a ti, madre.

Por eso debía matarte, madre. He visto mi cuello degollado con este cuchillo que ahora atraviesa tu pecho. Pero ya no será, madre. Ni la muerte de nuestros hombres. Ni los sollozos de nuestras mujeres. Sólo los míos. Ya no quiero dormir más, sólo llorar por ti, madre.
Lo olvidaste, madre, lo olvidaste.
Yo soy Inás, sibila de Mesilas. Y recibí el don. No quiero volver a soñar, pero lo hago.


Esteban González García - 2009
6º clasificado en el concurso TDL8 del portal Sedice.com

viernes, 2 de enero de 2009

Oro, Incienso y ¿Mirra?


Mateo 2:11, Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.

Recorrieron una gran distancia desde el lejano oriente. Siempre en pos de la señal, del refulgente cometa que surcaba el cielo nocturno. Según la leyenda, en el sitio en que esa estrella descansara, hallarían al Rey de los Hombres. Y ellos, sabios entre los más sabios, se dirigieron hacia ese lugar con la mejor de sus voluntades, con el más puro deseo de bienvenida, aportando un cofre de oro cada uno para honrar al Rey de todos los Reyes.
Los Magos, preocupados por los bandidos, pensaron que la mejor manera de proteger su oro en los solitarios y peligrosos caminos era la discreción y sus propios poderes. Por ello viajaban con un séquito mínimo, con poco equipaje y con ropas más propias de mercaderes de especias que de Reyes Magos.
Su pequeña comitiva la formaban sólo tres pajes. Cada uno de ellos se ocupaba de un mulo de carga, en cuyas alforjas viajaban los víveres, el agua y lo poco que los Reyes habían considerado necesario. Además, oculto en el fondo de su alforja, cada bestia transportaba uno de los cofres con el tesoro.
El plan era astuto y funcionó a la perfección, hasta que llegaron al río Jordán. Allí, los tres pajes se negaron en redondo a continuar, ya que cruzar ese río era motivo de mala suerte según sus supersticiones y creencias. Y nada de lo que los Magos intentaron u ofrecieron consiguió cambiar la decisión de los pajes.
Así que los tres Reyes vadearon el cauce, y al alcanzar la otra orilla comprendieron que no podrían continuar el viaje ellos solos, ya que les era imposible cabalgar y ocuparse de las tareas propias de un sirviente.
Por el camino vieron venir a un hombre con su carga al hombro, vestido con ropas sencillas.
-Buen día, viajero. ¿Hacia dónde te diriges?
-A Jerusalén –fue la respuesta del hombre-. Llevo este saco de incienso al mercado, intentaré venderlo a la sinagoga.
Sin duda le vieron cara de persona honrada, y hablando con él consiguieron que les sirviese durante su viaje a cambio de una justa paga.
Al poco vieron a otro hombre que venía por el mismo sendero, también con un saco al hombro.
-Buen día, viajero. ¿Hacia dónde te diriges?
-Al mercado de Jerusalén –respondió el hombre-.
-¿Qué es lo que transportas? –le preguntaron los Reyes Magos.
El hombre enrojeció y bajando la mirada al suelo respondió con humildad.
-Cagarrutas de camello.
-¿Cómo? –preguntaron los tres Magos al unísono.
-Sí, excrementos de camello. Una vez secos tienen muchas utilidades.
En él reconocieron a otro buen hombre, y también consiguieron convencerle para que les sirviese durante su viaje.
Un fariseo, que había escuchado la última conversación y que también llevaba un atado al hombro, se ofreció voluntario a completar el número de sirvientes.
-Yo vivo en Jerusalén y me dirijo a vender en el mercado estas telas. Si ustedes lo precisan puedo servirles durante el camino.
A ninguno de los tres Reyes les gustó el aspecto ni la codiciosa mirada de aquel hombre, pero al no ver a nadie más por el camino, tuvieron que aceptar sus servicios, muy a su pesar.
El resto del viaje transcurrió con normalidad, y siguiendo la estela de luz del firmamento llegaron hasta las proximidades de Belén, donde los tres nuevos pajes se despidieron de sus señores. Pero los Magos, desconfiando del mercader de telas, antes de separarse y de pagarle su jornal, le hicieron mostrar lo que envolvía su hatillo.
Comprobaron que en verdad llevaba telas, y nada de lo que mostró había sido sustraído del equipaje. Además, el arca que él había cuidado tenía el oro intacto, por lo que se disculparon y le pagaron lo acordado.
Esa misma noche, los tres Reyes Magos de Oriente llegaron hasta el humilde establo en el que la luz de una estrella derramaba su claridad, y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes.
El primero abrió su baúl y mostrándole el oro se lo ofreció reconociéndole como Rey de los Reyes de la tierra.
El segundo ofreció el cofre a María, reconociendo a su hijo como el verdadero Dios de los hombres. Cuando lo abrió, lo vio lleno de incienso. Entonces comprendió que su paje le había robado y engañado. Mas ninguno de los tres dijo nada.
El tercero ofreció el arca a José, y viendo el engaño que había sufrido su compañero temió haber padecido la misma suerte. Sin embargo no pudo reprimir un grito cuando abrió el cofre.
-¡Pero si eso es mi…! ¡Mirra! ¡Mirra, quiero decir!
Avergonzados, los tres Magos se marcharon, dejando al Niño recién nacido en su humilde pesebre. Subieron a sus monturas y no pararon hasta abandonar esas inhóspitas tierras en las que la gente de aspecto honrado robaba sin pudor y los codiciosos de mirada ladina se comportaban como sirvientes honrados y fieles.

Cerca de allí, los tres hombres que habían servido a los Reyes se dirigían hacia el mercado de Jerusalén, cada uno cargando sus mercancías.
-Escucha –dijo el mercader de telas-. Como yo vivo en Jerusalén y me dirijo al mercado, creo que no es necesario que tú también camines hasta allí. ¿Cuánto esperas sacar por tu saco de incienso?
-Cuarenta monedas de plata –respondió el otro.
-Te ofrezco treinta, y te ahorro la caminata. Así podrás regresar a atender tus negocios cuanto antes.
El hombre lo meditó durante unos minutos y decidió aceptar. De este modo el fariseo compró el saco de incienso de su compañero.
-¿Y tú, cuánto conseguirás por un saco de boñigas de camello?
-Diez cobres, con suerte –respondió.
-Te ofrezco siete y también te evitas la caminata. De esta forma podrás volver antes junto con tu familia.
El hombre lo pensó un instante y también aceptó.
Los tres hombres se separaron, todos camino de su hogar. Dos regresaron contentos por haber obtenido rápidos beneficios sin haber llegado al mercado y el otro por haber comprado unos sacos llenos de oro a cambio de unas míseras monedas.

José, el carpintero, abrió uno de los arcones y cogiendo parte de su contenido alimentó la fogata que les daba calor.
-Hay que ver, María. ¡Qué tipos más raros esos Magos! Allí en su tierra le llaman mirra al estiércol seco de camello. Pues no podían haber traído cosa mejor para esta fría noche. Ni con todo el oro de ese cofre encontraríamos cama en las abarrotadas posadas de Belén.
Navidad 2006

viernes, 31 de octubre de 2008

¿Truco o trato?


Fue hace un año. Era una noche oscura, apacible, fresca como corresponde a estas fechas, pero apacible. En la tele una buena peli, la posada casi vacía y todos los parroquianos atendidos. Mi sillón de orejas confortablemente acolchado, mi mantita, mi copita de brandy, mi purito, mis zapatillas de borreguito y mi pijama de frenela recién estrenado. Todo era paz y lánguida tranquilidad al amor de la luz de la chimenea.
¡Ding dong!
La puerta. ¿Quién puede ser a las 10 de la noche?
Aparto la mantita, dejo la copita, me levanto. ¡Ding Dong! ¡Ding dong!
Joé, qué prisas.
Abro. Son el conde Drácula, Frankenstein y una niña vestida de caperucita. ¡Truco o trato!
Drácula me mira con los ojos inyectados en sangre y Frankenstein da un torpe paso hacia mi puerta. La niña me mira fíjamente a los ojos. ¡Truco o trato!
Mmmmm... truco.
Pues danos caramelos.
O dinero
-apunta caperucita.
Me lo pienso.
Bueno, pues entonces trato.
Pues danos caramelos.
O dinero -apuntilla caperucita de nuevo.
Franki avanza otro paso, amenazadoramente. El conde se sube el embozo de la capa, tapando sus siniestros colmillos. La niña sigue mirando fíjamente mis ojos, con la mirada hueca, vacía.

¡Caramelos!

¡Dinero!

Estoy acojonado, siento paralizadas las piernas. Balbuceo, no soy capaz de articular palabra. Los ojos de caperucita dominan mi mente. No puedo ni parpadear.
¡Dinero! ¡Danos dinero! -rugen los tres.
Entorno la puerta. Franki mete un zapatón entre la hoja y el marco, no puedo cerrar.
Entro a buscar la cartera. Y unos caramelos.
Rebusco nervioso por la cocina. ¿Dónde están los ajos?
Un crucifijo, necesito un crucifijo. Pero recuerdo que soy ateo y en la posada no hay ninguno.
Cuando salgo, la niña ha tomado la delantera y está dentro, dios mío, está dentro. Drácula y Frankenstein la escoltan en el umbral, bloqueando la puerta. Abro la cartera, con un pulso terrible. Odio Halloween.

Solo tengo cincuenta euros. ¿Tenéis cambio?
Caperucita me lo arrebata de la mano, desafiándome con la mirada. Voy a protestar, pero Drácula se adelanta, amenazador. Frankenstein gruñe. Reculo.
Es igual, quedároslo. Se van. Cierro con cien cerrojos.
Comienzo a hiperventilar, joder, me he meado encima. Se ha mojado la franela y el borreguito de mis zapatillas. El puro se ha apagado y el brandy sabe amargo.
¡Ding dong! Se me para el corazón.
¡Ding dong! Corro hacia la puerta y empujo con todas mis fuerzas. Han vuelto, han vuelto.
¡Ding dong! ¡Ding dong! Golpean la puerta, dios mío, no voy a poder resistir.
Se marchan. Caigo de rodillas, sollozando. Estoy destrozado. Ellos me están obligando. Yo no quiero, no quiero, no quiero.
Fue hace un año. Hace justamente un año, una noche como ésta.
Hoy no llevo pijama de franela ni zapatillas de borreguito. Llevo mi buzo de trabajo y mis botas reforzadas. Lo tengo todo listo.
Miro por la ventana, ya está oscuro. Hace frío y llueve, es una noche estupenda, me vuelve a encantar Halloween. Hoy he cerrado la posada, tengo cosas que hacer y no necesito parroquianos dando la tabarra.
Reviso el equipo, todo en orden. Estoy ansioso, sudo a mares. Aprieto tando los dientes que empiezan a rechinarme. La espera está siendo interminable.
¡Ding Dong!
Sí. Ya estan aquí.
Vuelvo a revisar todo. Este año va a ser distinto. El vecindario va a tener de qué hablar durante muuucho tiempo. Estoy deseando encontrarme a Drácula y a Franki. Ah, mi conde y mi monstruito favoritos. Os voy a machacar. Caperucita será la última. Ella lo verá todo y después la despedazaré. Espero que haya traído mis cincuenta euros o me tendré que cobrar de otra forma...
Tanteo el machete que llevo al cinto, afianzándolo. Me pongo la careta sobre el rostro y recojo la motosierra junto a la entrada. La voy arrancando, deleitándome con los gases de la gasolina.
Abro la puerta. Se van a cagar estos pequeños hijos de puta.
Antes me llamaban Jason, y nací un Viernes 13. Pero lo dejé. Hasta hace un año. Ellos me obligaron... yo no quería volver.
¿Truco o trato? Por favor, qué chorrada.

¡¡Susto o muerte!! -grito.

O las dos cosas.


jueves, 9 de octubre de 2008

El Último Bastión

Agarrotado, sudoroso y extenuado, el soldado arrojó la espada al suelo. Su antes bruñida hoja se encontraba mellada y tinta en sangre putrefacta. Su otrora brillante armadura olía a carne en descomposición, a podredumbre, a muerte. Sufría por las llagas y rozaduras en carne viva de cada articulación. Llevaba más de cuarenta días sin quitarse la coraza metálica ni para dormir.
No tenían agua ni les quedaba alimento alguno. No tenían ejército ni comandante alguno. No tenían esperanza ni deseo de continuar alguno. El puñado de hombres que había sobrevivido hasta esa fatídica mañana lo había perdido absolutamente todo: esposas, hijos, posesiones, futuro y fe. Estaban condenados a perder la vida y no morir, sentenciados a la no-muerte, abocados a engrosar el ejército maldito del brujo.
Se sacó como pudo el yelmo y cayó exhausto al suelo. Casi de inmediato se sumergió, agotado, en un leve e inquieto duermevela, en el que sus acalambrados músculos descansaron algo y su atormentada cabeza ardió aún más, consumida por la fiebre, rememorando el asedio que sufrían.
Ante él pasaron todos los camaradas caídos. Corrieron en plenitud y llenos de vigor. Desfilaron cansados, sangrantes y heridos de muerte. Se arrastraron grotescos, mutilados y carentes de todo sentimiento, empuñando sus aceros, ahora contra él, contra todos sus antiguos compañeros de armas. Los recuerdos torturaban su alma; había dado muerte al menos diez veces a muchos amigos, había cortado manos, segado cabezas y quemado cuerpos horribles llenos de pústulas. Pero siempre volvían, siempre. Cada anochecer se levantaban de nuevo de sus tumbas, alimentados por el halo malvado del hechicero negro. Cada anochecer.
Un hombre contra una fortaleza. Al principio se habían reído, cuando el hechicero solicitó entrar a descansar y a consultar los viejos archivos del castillo. Por supuesto no le franquearon el paso, de sobra estaban advertidos de su baja calaña y de sus negras artes. Al principio se habían burlado de sus amenazas, cuando indignado maldijo la alcazaba y a todos sus habitantes. Al principio se habían jactado de sus pretenciosas palabras cuando hecho una furia había vuelto sobre sus pasos.
Pero risas y burlas se trocaron en llantos y pánico cuando regresó al mando de unos pocos cientos de cadáveres putrefactos, cojos, mancos, descabezados e incontenibles. Ya nadie reía cuando trajo peste y viruela sobre los soldados. Nadie recordaba ya las burlas cuando el agua se pudrió en los aljibes, fermentando, llena de gusanos.
El fortín mantuvo sus defensas intactas al comienzo, pero los caídos engrosaban las filas enemigas noche tras noche. Pronto, la podredumbre se fue extendiendo dentro de las murallas y se vieron obligados a arrojar los cuerpos de los soldados muertos al otro lado del muro, con lo que el acoso de la hueste del nigromante era cada vez mayor.
Torre a torre, puerta a puerta, los defensores fueron cediendo desesperados, sitiados ante un enemigo que nunca se cansaba, que nunca moría, que en cada batalla veía engordado su número con los caídos en combate. Todas las noches eran derrotados un poco más, todas las noches cedían terreno frente al lento e implacable avance de los muertos en vida.
Las mañanas traían algo de paz. Durante las horas de sol, el ejército de no-muertos abandonaba el sitio, escondiéndose en bosques y fosas, buscando el amparo de la oscuridad. Pero el último rayo de sol traía la maligna voz de los conjuros del brujo, llamando a las armas a las torturadas almas que componían su ejército. La llegada de la oscuridad barría la esperanza de los defensores.
Muchos habían tratado de escapar durante las mañanas. Pero otras malignas criaturas, al servicio del siniestro mago, mantenían cerrado el cerco, hostigando y dando muerte a los fugitivos, que pasarían esa misma noche a obedecer las órdenes de su amo. El castillo era una ratonera cerrada.
Moviendo con dolor el cuello observó el desolado aspecto a su alrededor. El último reducto del alcázar, la capilla de la Diosa de la Vida, era ahora la auténtica definición de muerte. Los pocos supervivientes descansaban tumbados sobre los propios cadáveres de sus otrora compañeros, sobre charcos de humores descompuestos, entre excrementos y vómitos, entre ratas y cuervos. La puerta, desvencijada y hecha astillas, descansaba caída a un lado, franqueando el paso a todo el ejército enemigo. Sólo la llegada del amanecer había aplazado la ejecución de la sentencia.
Pero el día se terminaba. Y el viento traía ya la siniestra voz del nigromante, conjurando a sus lacayos de vuelta a la vida. Su alma buscó refugio en el rincón más recóndito del corazón, tenía la certidumbre de que esa misma noche iba a ser devorada por la maldad del hechicero.
En nada de lo que le rodeaba encontró algo de esperanza que mantuviera viva su llama. El desánimo y el agotamiento eran plenos vencedores de la batalla. No era posible la victoria contra un enemigo que jamás se rendía, ni vivo ni muerto.
Llegó la noche, pero el soldado no se levantó, su enguantada mano no empuñó la doblada y sucia espada. A su lado, un antiguo compañero muerto comenzó a tener estertores mientras se alzaba del suelo, impulsado por la maligna magia que le daba aliento. Esta vez no oyó las siniestras palabras que traía el viento, pues fueron ahogadas por los gemidos de agonía de los últimos supervivientes. Ni siquiera quiso abrir los ojos. De sobra conocía la escena que estaba ocurriendo a su alrededor.
-Ven con nossotross… -oyó.
Abrió somnoliento los párpados y se vio rodeado por deformes y mutilados soldados, viejos camaradas todos, privados del descanso eterno. Las miradas vacías de los no-muertos se dirigían implorantes a su alma, rogando por una muerte que nunca llegaba, llenas de rabia y odio por lo que ellos habían perdido y que ahora torturaba su espíritu.
-Debess morir... ssólo assí noss permitirá desscanssar el brujoo...
El soldado, viéndose acosado por todas partes, sacó fuerzas de donde no tenía y rodó hasta donde había tirado la espada. El frío tacto de su empuñadura le dio ánimo otra noche más.
De un tajo cortó varias piernas, mientras luchaba por ponerse en pie, venciendo el peso de su armadura. Golpeó a ciegas, sin detenerse a comprobar quién recibía su acero. No quería reconocer en aquellos seres corruptos a ninguno de sus amigos. Pensó en las jarras de cerveza que había compartido con ellos, en los dorados lechones asados a fuego lento, en las jugosas manzanas y las tiernas zanahorias, mientras su espada cortaba brazos descarnados, sonrisas huecas y miembros podridos. Hasta que debilitada por los miles de golpes, su fiel hoja se quebró en el costillar de alguno de los muertos en vida.
Arrojó furioso la empuñadura al rostro de la muerte y dando un giro sobre sí mismo tomó una antorcha de la pared. Usándola como mandoble, comenzó a golpear a diestra y siniestra, prendiendo fuego a todo lo que le rodeaba. La carne en descomposición ardía en llamaradas azuladas de olor empalagoso y dulce, impregnando el denso ambiente del templo sagrado. El soldado gritó desesperado.
Un nuevo tropel de enemigos llegó renqueante hasta la pequeña capilla. Decenas de armas melladas o rotas se alzaron a un tiempo contra él, indefenso y desvalido, arrodillado frente la muerte, humillado ante su guadaña. Todos a un tiempo se arrojaron encima, arrancándole la coraza y las grebas, mordiendo su carne, masticando sus vivos miembros. Aterrado, gritó hasta dejar vacíos sus pulmones.
Al fin llegó la Eterna Oscuridad para él.

-¡Mi comandante, mi comandante! –alguien le zarandeó por el hombro.
Ahogó un rugido desgarrado y buscó a tientas su espada, desesperado, queriendo escapar de las garras de la muerte.
-¡Mi comandante, despierte!
Abrió los ojos todo lo que pudo y reconoció su limpia e impoluta estancia, su cama, su ropa doblada con cuidado. Incluso reconoció el rostro del patán que le había despertado. Estaba sudoroso, jadeante, con el pulso acelerado y muy asustado.
Todo había sido un sueño.
-Mi comandante –volvió a repetir el joven soldado-. Hay un extraño brujo en el puente levadizo que solicita descanso en la fortaleza y acceso a los viejos legajos del archivo...


STB -2007

Relato ganador del concurso Círculo de Bardos III.

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